LECTURAS: Hech.1,1-11; Ps.46; Ef.1,17-23; Mt.28,16-20
La sagrada liturgia de este domingo es una de las más hermosas del calendario cristiano, puesto que nos habla -por decirlo así- del último acontecimiento de Jesús resucitado, junto a sus discípulos, inmediatamente antes de subir al Cielo, en lo que la liturgia llama la Ascensión del Señor. Y que encontramos en el evangelio de san Mateo (Mt.28,16-20), y que bellamente nos habla del encargo final de Jesús a sus discípulos cuando les dice: «Dios-Padre me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra, vayan y hagan discípulos míos en todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles todo lo que os he mandado. Y Yo estaré siempre con vosotros hasta el fin de los tiempos». Pues bien, digamos que este es el mandato supremo de Jesús a sus discípulos inmediatos que fueron sus apóstoles, como decir que ésta es su misión inmediata para que la obra redentora de Cristo sea conocida hasta los confines de la tierra, y que debe ser llevada a cabo no solamente por sus discípulos inmediatos, sus apóstoles, sino que en este mandato supremo de Jesús quedamos involucrados todos los que -por gracia de Dios-
somos sus discípulos de todos los tiempos, puesto que por la recepción del sacramento del Bautismo quedamos consagrados como sus discípulos, y como miembros vivos y activos de su cuerpo místico que es la Iglesia universal. ¿Miembros vivos y activos? ¿Y eso qué es?, pues digamos que por ser discípulos consagrados a Jesús por el bautismo, debemos seguir siendo, todos y cada uno en cierto modo, y en la medida de nuestras posibilidades, misioneros -y a mucho honor -del nombre y de la fe en Jesucristo. Qué honor más grande que como Cristianos- de la denominación que sea- seamos misioneros de Cristo llevando al conocimiento de las gentes, y en la medida de nuestras posibilidades, que todos hemos sido salvados para Dios, por la obra de Cristo y su evangelio, por el cual le conocemos, y que debemos dar a conocer, siendo así, misioneros del nombre de Jesús, porque «el que en El crea, será salvo». Que así sea. ¡Amén!
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