Pastor Diego Arbeláez

 

“Es rara la persona que puede pesar las faltas de los demás sin apoyar el pulgar en la balanza.”

LA LEY DEL EMBUDO

La ley del embudo rige nuestra conducta diaria. Ley del embudo es una expresión acuñada popularmente para denunciar una injusticia evidente que nadie se atreve a denunciar y que a menudo surge de alguna confrontación o disputa en la que vence siempre el más fuerte, no el que tiene más razón, atentando contra el justo principio de la equidad.

Duele ver por ejemplo que las leyes son como las telarañas: los insectos pequeños quedan prendidos en ellas; los grandes las rompen.

Aquí la ley es “para los de ruana”, los poderosos evaden los requerimientos legales, mientras que los pobres son sometidos con rigor a las normas.

Los ricos no prestan servicio militar, los pobres sí. Cuando un pobre se roba una gallina, va a la cárcel, pero cuando un rico saquea el erario, sigue tan campante. Idénticos delitos tienen diversas consecuencias: a unos los llevan a la cárcel y a otros los hacen senadores. ¡No hay derecho!

Pero lo mismo se da en las clases bajas: Tenemos una descarada duplicidad de normas, privatizamos las ganancias y socializamos las pérdidas. Como el tipo que le decía a su mujer: “mí plata es mía y la tuya es de los dos.” O. como el ventajoso que dice: “Con cara gano yo y con sello pierde usted.” De todas formas gana él. “La ley del embudo: para mí lo ancho y para ti lo estrecho.”

Tenemos una increíble facilidad para justificar todos nuestros errores; para todo tenemos excusa.

Si yo no me rindo, “soy perseverante”. Si usted no se rinde, “es caprichoso.” Yo estoy demostrando firmeza, pero usted es más terco que una mula.

A todos les gusta la justicia, la rectitud cuando esta les favorece. Pero, pocos son los que la procuran en los demás.

Cuando Juan recibió su sueldo, en dinero efectivo, como siempre lo hacía el primer día de cada mes, contó cuidadosamente los billetes, uno a uno, agudizando sus ojos y untando sus dedos con saliva para despegar con fuerza los billetes.

Se sorprendió al percatarse que le habían dado 100 dólares más de lo que correspondía. Miró al contador de reojo para asegurarse que no lo había notado, rápidamente firmó el recibo, se guardó el dinero y salió del sitio con la mayor prisa y discreción posibles, aguantándose las ganas de saltar de la dicha.

Todo quedó así.

El primer día del mes siguiente hizo la fila y extendió la mano para recibir el pago.

La rutina se repitió y al contar los billetes, notó que faltaban 100 dólares.

Alzó la cabeza y clavó su mirada en el cajero y muy serio le dijo: “Señor, disculpe, faltan 100 dólares.”

El cajero respondió: “¿Recuerda que el mes pasado le di 100 dólares más y usted no dijo nada?”

“Sí, claro -contestó Juan sin inmutarse-, es que uno perdona un error, pero dos ya son demasiados.”

Medimos a otros por nuestras normas o leyes, pero nos eximimos a nosotros mismos de ser medidos con esas mismas leyes.

Cuando otro explota de ira, es horrible e intratable. Cuando lo hago yo, es justa indignación, o es cuestión de nervios.

Si él se afana por las cosas materiales, es codicioso. Si soy yo, es que soy previsivo y atiendo mis negocios.

Si el otro no hace lo que debe, es perezoso. Cuando soy yo, es que estoy muy ocupado.

Lo que en el ejecutivo es relaciones públicas, en el pobre es borrachera.

Lo que se llama firmeza en un rey, es terquedad en un parroquiano. Al rico estafador se le llama hombre de negocios y al pobre… ladrón.

Si usted le miente al gobierno, es un crimen. Si el gobierno le miente, eso es política.

Cuando un hombre mata un tigre se llama deporte, cuando un tigre mata un hombre es ferocidad.

Si otro comete una falta, soy muy sensible y me apresuro a censurarlo. Si soy yo quien comete la misma falta, me deshago en explicaciones demostrando que no se trata de nada malo. 

Si él se pone molesto por alguna discusión, “es peor que una solterona”. Si soy yo, “es que soy muy difícil de contentar.”

Si él hace algo sin autorización, “se ha tomado atribuciones indebidas.” Cuando soy yo, “es que procedo espontáneamente y tengo iniciativa.”

Si vamos al exterior con frecuencia, “viajar ensancha el conocimiento”; si lo hace zutano, “hasta mafioso será.”

Si yo le bajo los humos a mi rival con un apunte agudo, “¡es ingenio!” Cuando al rival se le ocurre lo mismo, primero, “es insolencia.”

Si me postulo para un puesto público, “trato de servir a la comunidad”; si lo hace el otro, “la política es el último refugio del canalla.” 

 Si el otro se perfuma, “apesta.” Pero si soy yo, “llevo una esencia oriental que tiene algo de fragancia sutil, obsesionante y misteriosa.”

En nosotros todo lo excusamos; en el prójimo nada; nos gusta llamar testarudez a la constancia ajena, pero le reservamos el nombre de perseverancia a nuestra terquedad.