Pastor Diego Arbeláez

Esa tarde se había estado oyendo en el nublado cielo hacia el poniente, un rugido sordo. Era un sonido fantasmal como si muchos trenes de carga corrieran sobre las nubes.

“Parece que vamos a tener una granizada” -predijo el padre quien estaba preocupado por sus rosas, que eran dignas de premio-.

En un esfuerzo por protegerlas, padre e hijo llevaron baldes y cajas de madera para cubrir las plantas. Eran las seis de la tarde. Habían comido a prisa. Desde el patio delantero se veía más de un kilómetro de toda la extensión de la finca. El sol había desaparecido, engullido al parecer por la monstruosa tormenta que cruzaba el cielo. Lentamente, con una calma alarmante, como el tigre que se arrastra hacia su presa dormida, iba acercándose la tormenta. Ráfagas de viento muy caliente, levantaban el polvo seco de los caminos. El viejo sauce se inclinaba lastimosamente ante el ventarrón. Allá en el prado, una vaca mugía frenéticamente llamando a su ternerito, al que quería tener seguro junto a ella. El joven vio a su caballo de montar, inmóvil sobre la hierba. Parecía sentir la inminencia del desastre, muy erguido, con la cabeza alta, arqueado el cuello gracioso, la cola agitándose salvajemente, las orejas escrutando el sonido del peligro.

De pronto, una masa negra como del tamaño del sol, parecía desprenderse del cielo. En un instante se alargó en una gran espiral grisácea que bajaba hasta el suelo. Por un momento colgó suspendida como una serpiente a punto de asestar un golpe mortal a las víctimas indefensas más abajo. El padre llamó a voces a su esposa: “¡Es un tornado, Jennie!”.

El joven preguntó emocionado: “¿Está seguro de que es un tornado, papá?” Su primera emoción fue verdaderamente deliciosa. Tendría algo que contar al regresar a la universidad después de sus vacaciones. Aquella especie de embudo parecía tan pequeño que el joven no podía imaginar la furia que una nube era capaz de desencadenar.

“Llama a mamá, hijo y dile que coja lo que pueda y que venga al carro. ¡Tenemos que salir inmediatamente!”

“El tornado sólo dura un momento y el sol es para todos los días.”

Poco después corrían locamente por la carretera. Vivían en el extremo oriental de un camino cerrado, por lo que habían de recorrer un kilómetro hacia el oeste, directamente hacia el punto por donde llegaba el tornado, para salir a un camino lateral en dirección sur y lejos de la tormenta.  Lo consiguieron. Cuando habían recorrido tres kilómetros hacia el sur, estacionaron el carro en la cima de una colina y vieron cómo el maligno tornado ejercía su efecto mortal. Tan rápida y sigilosamente como había caído, se alzó hacia el cielo y desapareció. La tormenta había ya pasado. El aire estaba quieto, como muerto, pero ya no había peligro. De aquel cielo negro cerrado, empezaron a caer suavemente gotas de lluvia, como si quisiera echar un bálsamo sobre las heridas abiertas.

Ahora podían volver a casa. Pero, ¿aún tendrían casa? Llegaron al cruce y hallaron una larga fila de carros llenos de curiosos, comprendiendo que había ocurrido algo terrible. Y ahora miraban los restos de una finca vecina totalmente destrozada. Preguntándose si su casa estaría en pie, avanzaron por el camino solitario que llevaba hasta ella.  Alambres caídos de los postes rotos del teléfono cruzaban la carretera. Llegaron a la base de una loma que ocultaba la vista de su casa. Siempre, desde allí, veían la punta de la bodega. Pero ahora no. Antes de iniciar la subida presintieron que había desaparecido. Llegaron a la cima y entonces lo comprobaron: Todo había desaparecido. Donde media hora antes había nueve edificaciones recién pintadas, no había nada. Donde antes hubiera vida, ahora reinaba el silencio de la muerte. Se había ido lo bueno en pos de lo malo. Quedaron atónitos, incapaces de pensar. Sólo quedaban los cimientos blancos de las casas sobre el terreno negro. No había restos. Incluso éstos habían sido aspirados y llevados por el tornado. Una cerda yacía muerta en el camino. Tres lechoncillos, que vivían aún mamaban en el seno de la madre muerta. Oían el griterío del ganado agonizante y el siseo del gas que se escapaba de la bomba de butano conectada en la cocina. El joven vio su caballo de montar, muerto con una herida en el vientre.

Abatidos siguieron sentados en el carro. Este padre tenía 65 años y había trabajado duro por veintiséis para conseguir esa finca. La hipoteca estaba a punto de vencer. Con esto acababan al parecer todas las oportunidades, incluso la de salvar la tierra de los acreedores. El joven miró al padre, horrorizado en el asiento; aquel anciano, de cabellos blancos, delgado por el trabajo, tenía las manos azuladas aferradas al volante. De pronto, aquellas manos callosas en las que se destacaban las venas golpearon furiosamente el volante mientras el anciano gritaba: “¡Todo se ha perdido!, Jennie, el trabajo de veintiséis años, todo ha desaparecido en diez minutos”.

Luego, salió del carro indicándoles que esperaran. Lo vieron caminando con el bastón por aquel terreno, barrido por el tornado. Supieron más tarde que la casa principal había caído a más de un kilómetro del lugar. Siempre habían tenido un cuadrito de plástico colgado en la pared de la cocina con esta simple frase: “Seguid buscando a Jesús”. El viejo lo encontró y lo llevó al carro, pero estaba roto y sólo podía leerse: “Seguid buscando…” este fue el mensaje de Dios para aquel padre en ese momento: “¡Sigue buscando! No te rindas. No vendas el terreno. Trabaja y aguanta.”

¡Y aquel anciano lo hizo! La gente pensó que él estaba acabado, pero no era así. Él se negaba a rendirse. ¡El tornado sólo se llevó su hacienda, no su fe!

Dos semanas después de aquella fatídica tarde, él descubrió en una población cercana, una casa vieja que estaban derribando. Aún quedaba una parte que habían puesto a la venta por cincuenta dólares. La compró y la desbarató pieza por pieza. Salvó madera, las tejas y hasta las puntillas, y con los pedazos construyó una pequeña casa en los terrenos de la antigua hacienda. Trozo a trozo fue levantando el resto de las edificaciones. Nueve fincas quedaron asoladas en la región por el tornado, pero este fue el único propietario que levantó de nuevo la suya totalmente arrasada. Pocos años después los precios subieron súbitamente y prosperaron los productos agrícolas. Al cabo de cinco años se pagó la hipoteca. ¡Cuando aquel anciano murió era un hombre de éxito y sin deudas!

Definitivamente, “el hombre que se levanta de nuevo es más grande aún que el que no ha caído.”