Reflexionar sobre el aumento de la violencia en el mundo se ha vuelto una tarea casi obligatoria. Ya no es un fenómeno exclusivo de un país como Colombia, sino una realidad global. Vemos la ira desbordada en crímenes atroces que antes creíamos impensables: feminicidios, y padres que atentan contra sus propios hijos, rompiendo la noción de que el rol de un progenitor es proteger a su familia.
Recientemente, una noticia en Estados Unidos me impactó profundamente. Una mujer, abrumada por el cuidado de un esposo con cáncer terminal y tres hijos, puso fin a la vida de su pareja, dos de sus hijos y la suya propia. Aunque las conjeturas sobre sus motivos son infinitas, la verdadera razón que la llevó a cometer este acto atroz sigue siendo un misterio.
Historias como esta se han vuelto tristemente comunes. Para mí, informarme en las redes sociales cada mañana se ha convertido en un hábito poco saludable. Hace unos días, me enteré de los dos carro-bombas en Cali. Los videos de celulares no se hicieron esperar, mostrando destrozos, cuerpos en la calle y vehículos irreconocibles. Las imágenes eran dolorosamente similares a las que hemos visto de la guerra en Ucrania.
Esta agresividad no solo se manifiesta en grandes tragedias. La percibimos en el día a día, en las pequeñas interacciones. Hace poco, en la fila de una caja en un centro comercial, un joven me empujó para ver algo en un estante. Al regresar, casi rozó mi rostro, me miró con mala cara y me dijo: «Tranquila». Lo ignoré, pensando que no vale la pena iniciar una pelea, pero su actitud hostil me acompañó todo el tiempo que estuvimos en la fila.
Esta situación me hizo recordar otro incidente de hace varios años, en el mismo lugar. El hombre delante de mí se fue de la fila para buscar algo más y, al volver, me confrontó: “No me demoré” y “¿Mucho afán?”. El cajero, tan sorprendido como yo, solo pudo atenderlo. Cuando se fue, me dijo: «Qué reacción tan extraña”, no entendíamos qué le pasaba. Me pregunté si él, como el joven de hoy, ya estaba a la defensiva, esperando ser atacado por el simple hecho de haber tardado un poco.
Todo parece indicar que el mundo, en su conjunto, opera en un estado de autodefensa constante. Asumimos que seremos atacados, ya sea física, verbal o emocionalmente. La cortesía y la paciencia se están erosionando, y en su lugar, la agresividad se ha normalizado. Nos hemos convertido en una sociedad que no solo teme el ataque, sino que lo anticipa y, a menudo, lo provoca. ¿Es este el precio de vivir en una época donde la violencia parece ser la respuesta más inmediata?
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