Pastor Diego Arbeláez

 

“Humildad es desistir de tener siempre la razón y con eso cometer menos errores”.

“DIOS BENDICE A LOS HUMILDES”

La humildad se demuestra cuando reconocemos nuestros errores, cuando pedimos perdón, cuando somos enseñables y nos sometemos a la voluntad de Dios.

Para ser humilde se necesita grandeza.

La humildad es la virtud que consiste en reconocer la propia inferioridad y actuar de conformidad con ese conocimiento, es tomar conciencia de la propia fragilidad, acallar el ego y bajarse del pedestal.

Desde Moisés hasta Mahatma Gandhi, en la larga sucesión de los siglos y las generaciones, cuantos han ejercido profundo influjo en el resto de los mortales, se han distinguido por su naturalidad, su falta de presunción, sencillez y su franqueza.

El secreto de la sabiduría, del poder y del conocimiento es la humildad. La Biblia dice: “A la honra precede la humildad”.

La humildad, que es nuestro contacto con la realidad,  es la antesala de todas las perfecciones: “Riquezas, honra y vida son la remuneración de la humildad y del temor de Dios”.  

La humildad es algo absolutamente indispensable para el cristiano. Sin ella, no puede haber conocimiento de sí mismo, ni arrepentimiento, ni fe, ni salvación.

 La humildad, que obviamente es la ausencia de soberbia, es una característica propia de los modestos, que no se sienten más importantes o mejores que nadie pese a sus logros.

Los humildes son considerados, humanos, respetuosos, serviciales, compasivos y solidarios. Los soberbios son arrogantes, excluyentes, insensibles, injustos y altaneros.

La humildad es la conciencia que tenemos acerca de lo que somos, de nuestras fortalezas y debilidades como seres humanos, y lo que nos impide por lo tanto creernos superiores a los demás. Los humildes no se sobreestiman ni desprecian a los menos favorecidos en el campo social, económico o de educación. Los humildes saben más que nadie que esto se debe a las desigualdades de nuestras sociedades y que la suerte de haber nacido en un hogar con más oportunidades que otros no es un motivo para creerse superiores ni mejores que aquellos que no tuvieron esos privilegios.

Bien injustos debemos parecer a los ojos de Dios, bien ridículos a los ojos de los ángeles, cuando presumimos de gigantes, contando por estructura propia el pedestal en que Dios por su misericordia nos puso.

En el estudio del escritor de Raíces, Alex Haley, cuelga la foto de una tortuga sentada en la estaca de una cerca. Cuando Haley la mira recuerda una lección que le enseñó su amigo John Gaines: “Si ves una tortuga trepada en el poste de una cerca, ten la seguridad que recibió ayuda”.

Haley dice: “Cada vez que empiezo a pensar: “Vaya, ¿no es maravilloso lo que hecho?”, miro esa foto y recuerdo cómo esta tortuga —yo— se trepó en ese poste”.

El hombre es un ser débil. Nació para depender. Y toda persona de criterio normal tiene la conciencia de esta debilidad. Todo lo que tenemos y somos –incluyendo nuestra apariencia, nuestro vigor, poder mental, talentos, capacidades, conocimientos, riquezas, posesiones, logros, posición honrosa; de hecho aún el ser cristianos–-, todo, es total y exclusivamente regalos de Dios para nosotros: La Biblia dice: “Toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces…”

La humildad es condición indispensable para aprender cosas nuevas y superarnos permanentemente en todos los aspectos, ya que gracias a ella tomamos conciencia de nuestra infinita pequeñez frente a la inmensidad del universo y la sabiduría de la naturaleza, así como a la de los conocimientos y experiencias atesorados por la humanidad a lo largo de su historia. Esta conciencia de nuestras limitaciones nos aleja de la soberbia y la vanidad de quienes viven como si fueran dueños del mundo, lo supieran todo y nunca fueran a morir.

A medida que nos vayamos alejando de nosotros mismos, más nos acercamos a Dios. Jesucristo dijo: “Y el que se humilla será exaltado”. Sí, cuando una persona inclina la cabeza ante Dios, Dios se la corona.

Si sólo tuviéramos un poco de humildad seríamos perfectos. Eso es lo que sugiere la oración del rey David: “Preserva también a tu siervo de las soberbias; que no se enseñoreen de mí; entonces seré íntegro, y estaré limpio de gran rebelión”.